Los relojes centenarios que siguen dando la hora
Por: Ronald Suárez Rivas
Todos tienen más de 100 años y alguna historia que los distingue. El primero que llegó a sus manos, allá por la década del 1970, por ejemplo, marcó durante más de medio siglo la entrada y salida de los trabajadores de la Cuban Land, la empresa norteamericana que controló la producción y el comercio de tabaco de las mejores vegas de Pinar del Río hasta 1959.
Cuenta que fue uno de los pocos objetos que sobrevivieron al desmantelamiento definitivo de las oficinas del gran monopolio.
Un amigo, conocedor de que su madre había servido durante largo tiempo allí, le avisó para que lo rescatara entre muchas otras cosas que se iban a quemar.
A partir de entonces, Jorge Luis Delgado se volvería aficionado a la colección de relojes de péndulo.
“Siempre me han atraído las antigüedades, y estos son objetos que ya no se fabrican en ningún lugar del mundo. Si busca en Internet, verá que las empresas que los hacían, desaparecieron”, dice.
Desde su invención en 1656, hasta la década de 1930, el reloj de péndulo fue el sistema de cronometraje más preciso del mundo.
De ahí que a lo largo de los siglos XVIII y XIX, se hiciera omnipresente en fábricas, oficinas, estaciones de ferrocarril, e incluso en los hogares, sirviendo como referencia para la programación de la vida diaria.
Aunque su longevidad los convierte de por sí en objetos museables, no es el único valor de los relojes de Jorge Luis.
Las historias que los acompañan, hacen de varios de ellos verdaderas reliquias. Es el caso del que estuviera en la iglesia de San Juan y Martínez, cuando el 21 de febrero de 1896, los habitantes de este poblado pinareño decidieron prenderle fuego, para evitar que fuera recapturado por las tropas españolas.
Y también de los que pertenecieran al doctor Daniel Saíz, un médico que se hizo célebre en este mismo lugar, porque no les cobraba la consulta a la gente pobre, y hasta les regalaba medicamentos, o el de Martín Herrera, patriota y amigo personal de José Martí.
Jorge Luis los ha rastreado durante décadas, con el propósito de coleccionarlos. “Algunos los he ido a buscar a Consolación del Sur, a Bahía Honda, a Viñales”.
Casi todos los ha comprado con su salario de economista, pagando entre 250 y 700 pesos por cada uno, a la gente que ya no les ve utilidad a estos grandes cajones de madera con números, o que prefiere darle paso a la modernidad y sustituirlos por relojes electrónicos.
“En San Juan y Martínez hoy quedan solamente tres. Los tengo bien ubicados, pero hasta ahora sus dueños no han querido deshacerse de ellos”, asegura.
A pesar de su edad, todos funcionan con precisión, y dan además las campanadas. El que perteneciera a la iglesia del pueblo, incluso toca una música sacra al término de cada hora.
“Hasta uno que fue fabricado en el imperio Austrohúngaro y tiene más de 120 años, trabaja perfectamente. Estos aparatos no se oxidan porque son de bronce. Yo tengo una caja entera de piezas, que me regaló un relojero amigo, para alguna reparación, pero son objetos que no se rompen casi nunca”.
En Cuba, según Jorge Luis, la mayor colección de este tipo de relojes que se conozca públicamente, la tuvo la cantante Albita Rodríguez, quien llegó a reunir 175 antes de marcharse del país.
Se trata de una cifra todavía lejana para él, y a la que probablemente no consiga llegar nunca.
Durante las últimas décadas, el comercio de antigüedades se ha convertido en un negocio atractivo para muchas personas, que se han dedicado a recopilar esculturas, candelabros, vajillas y otros objetos en los campos y poblados cubanos, para revenderlos en La Habana.
De ahí que cada vez sea más difícil hallar una pieza como las que posee Jorge Luis. “Aquí mismo ha venido mucha gente a comprármelos. Y me han dado buen precio, pero no me deshago de ellos por nada del mundo.
“Para mí, mis relojes tienen un valor incalculable. Son como un tesoro que he logrado reunir y que permanecerá conmigo, mientras dure mi tiempo”.
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