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La tradición oral mantuana: el Fantasma

La tradición oral mantuana: el Fantasma

                               Escrito por  Lázaro Boza Boza

La Mantua de las primeras décadas del pasado siglo XX tenía el encanto natural de esos pueblillos que subyacen, perdidos, en el intrincado verdor de esta isla. Comerciantes, artesanos, vegueros y otros pobladores comunes habitaban el caserío fundado en la temprana fecha de 1615 por navegantes italianos.

Gustaban los cofrades de la vecindad reunirse en el bar de los Correa, sin muchos miramientos en cuanto al color de la piel o la posición social, para jugar a las cartas, dominó, o contarse los chismes del momento.

A finales de 1930, la historia de un fantasma que transitaba por las callejuelas de la villa era prácticamente el único tema de conversación. En noches sin luna, una figura fantasmal atravesaba el pueblo para internarse entre las cruces y bóvedas del cementerio. El terror reinaba entre tantos supersticiosos quienes, antes de la media noche, se encerraban cal y canto, haciendo del pueblito uno de los más silenciosos de occidente. Así las cosas hasta que, el Tejero, personaje bragado del caserío decidió descubrir la procedencia del espectro. Ni espavientos ni plañidos lograron hacerlo desistir de la idea, de modo que, se apostó entre las maniguas que rodeaban el camposanto. Después de varias noches, hastiado del frío y los mosquitos, comenzó a creer que aquello era en verdad una "comedera de catibía", por lo que decidió hacer caso a los demás e irse a dormir. Tales eran sus cavilaciones cuando lo vio aparecer: sigiloso, deteniéndose a cada paso, como si midiera la distancia, el fantasma ganó la chirriante verja de la entrada.

Desde su escondite, Tejero escuchó el sonido de sus pasos sobre la grava y supo que el espíritu, o lo que fuera, tenía mucho de humano. Cauteloso, lo siguió hasta las últimas lápidas de la necrópolis. Allí, la aparición se sentó sobre una losa y permaneció tranquila.

- ¡Caray! ¿Será un espíritu que viene a visitar su cuerpo terrenal?

Por sobre el muro trasero, con clandestinidad extrema, saltó una figura que, resuelta, caminó hasta la aparición. Cayó el túnico blanco y el Espanto que asolaba las noches mantuanas quedó en muy breves bragas de ardiente mujer. Poseída por demoniaco instinto de la carne, se tendió sobre la lápida mientras la sombra de marras, la acometía entre gemidos y gozos de placer.

Adivinó el Tejero la estratagema y con sonrisa socarrona se acercó a la pareja que tan creativamente daba riendas sueltas a la consumación de sus amores prohibidos.

- ¡Así que fantasma! ¿No le da vergüenza, a usted, señora, siendo mujer casada y de abolengo?

- ¡Ay, por Dios, Tejero, no diga nada de esto que si mi marido se entera, me mata!

- Descuide usted- replicó el tejero.- Su honra está en buenas manos. ¡Yo soy una tumba, señora! ¡Una tumba!

El Tejero contó a todos en el pueblo que, el Fantasma, era fantasma hembra, y de bastante alcurnia. Nunca llegó a saberse sí el esposo de la etérea dama llegó a enterarse, si juzgó conveniente abandonarla por tales prácticas "extraterrenales" o, si prefirió continuar con ella pese tan extraña manifestación de necrofilia. Del fantasma de Mantua, no se habló más.

 

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